En medio de la oscuridad Micaela oyó unas pisadas por el pasillo y luego, muy despacio, el aire se llenó de un arrastrar de muebles. La niña se abrazó a su hermana y escondió su cabeza entre la suavidad de su colorada melena.
-¡Despierta Carmen, escucha… hay alguien… Carmen…!
La benjamina de la familia giró para seguir durmiendo en un cara a cara silencioso y calmo. Sin escondite ahora, a Micaela no le quedó más remedio que apretar los puños y los ojos al mismo tiempo. Se colocó de cuclillas al amparo de las franjas amarillas y grises de la manta de franela, temblando y escuchando el eco de su aliento.
-¡Qué no me vean despierta! ¡Qué no me vean despierta...!
La niña se desveló como lechuza cazadora y cuando por fin el sol le hizo cosquillas en la planta de sus pies, se incorporó y lo hizo violentamente, de golpe, asustada y confundida. La claridad del día entraba por las aberturas de la pequeña ventana que daba a un patio de luz lleno de helechos y geranios rojos. Suspiró y se bajó de la cama. Las gatas y ella se estiraban al unísono, mientras oteaba en busca de sus alpargatas.
-¡Los Reyes, los Reyes vinieron… Carmen… ya vinieron los Reyes…!
Tirando de la manta donde su hermana estaba hecha un ovillo y dando saltos en la cama que compartían fue como Micaela celebró el clarear del día. Un gallo lejano le siguió el juego a las dos chinijas. En seguida, los gritos alertaron a sus padres que se acercaron ya contagiados de la alegría infantil.
Junto a los zapatos había una saca enorme de tela blanca, como las que usaba la abuela para guardar el azúcar y, además, unos paquetes envueltos entre hojas de parra y amarrados con unas sogas muy finas. El verde de las hojas se veía más brillante que entre los racimos de uvas del patio.
La primera en abrir sus regalos fue la mayor. Cada año era así y resultaba tan emocionante abrir los paquetitos como observar en familia el desatar de las cuerdas, el festejo de las pupilas y las risas ajenas.
-¡Es un saquito de higos pasados… me encantan los higos! Ahora tú, Micaela…
-A mi también me gustan mucho los higos… ¡ojalá sea lo mismo!
Mientras las dos daban buena cuenta de las frutas secas repararon en la saca blanca y Micaela se acercó a ella mientras preguntaba a sus padres si podía abrirla.
-Habrá que hacerlo… veo que está al lado de los zapatos, por algo será….
-¡Es un árbol, papá…!
-No es un árbol cualquiera, ¡es una higuera! Mira estos brotes, en poco tiempo serán higos frescos.
-¡Qué buenos son los Reyes!, ¿verdad Carmen?
-Ahora tendremos que ir a plantarla. Vamos a aprovechar que ya no está tarosando para subir al llano y hacer un hoyo grande… el año que viene tendrán higos de sobra las dos.
-Papá…– Micaela dejó su regalo sobre la mesa de noche y con los ojos bien abiertos se sentó en el piso para amarrarse las alpargatas –… y si el año que viene tenemos higos, entonces, ¿no vendrán los Reyes a casa?
-Claro que sí, Micaela, siempre van a venir a esta casa. Lo que va a pasar es que si no hay buena cosecha pues traerán más higos secos y si resulta que la cosecha es buena, no se…, a lo mejor les trae una muñeca para las dos.
Carmen y Micaela se taparon las bocas en medio de un chillido silente. Después de abrazarse en un salto se vistieron rápido para ir a plantar la higuera. Con el paladar dulce de la mañana de Reyes las niñas fantaseaban soñando el año venidero.
Esa noche volvió a ser “indormible”. Las dos chiquillas competían a dar brincos en la cama y, bajo el resplandor de una vela, la algarabía en la habitación iba aumentando como marea creciente.
Una luz de quinqué pasó del pasillo al cuarto de las hermanas, que estaban aún alborotadas.
-¡A dormir! Mañana hay junta de papas…
-¿Podremos enseñar nuestra higuera?
-¡Claro!… -la madre de Micaela y Carmen repartió besos y dio un soplido a la vela del dormitorio.
Envueltas entre mantas y, al amparo de un resplandor lejano, Micaela le contó a Carmen que había escuchado a los Reyes la noche anterior arrastrando el macetón con la higuera y cómo tuvo que hacerse la dormida.
-¡Menos mal que no te vieron!- Carmen se puso las manos en la boca y reía nerviosa.
-Me escondí bajo la manta para que no se fueran.
-¿Cómo entraron, Mica?
-Por la fechadura…
-¿Y los camellos?
-También, se hacen pequeños, pequeños… -Micaela juntaba pulgar e índice muy despacio mientras su voz se volvía susurros- muy pequeñitos y entran donde quieren. Luego se van igual.
Los sueños visitaron a las niñas esa noche mientras ellas dormían abrazadas y sonrientes, compartiendo ilusiones.