Redactado por @loretosocorro
Abrí la caja y empecé a toser por el polvo acumulado. Los banderines estaban totalmente arrugados y con el color deslucido.
Mi primer impulso fue tirarlos e ir a comprar algunos nuevos, pero tres de los triángulos de tela se me enredaron en la mano derecha, dejándome inmovilizada.
Entonces, me acordé del día que los empaqueté: lloré mientras los doblaba porque se habían acabado las fiestas hasta el año siguiente. Si hubiera sabido que iban a estar mucho más tiempo sin uso, me los hubiera llevado a casa y los hubiera colgado desde mi azotea a la de en frente, para festejar la hora del aplauso.
Mientras yo pensaba esto, los trocitos te tela se fueron colocando en fila india hasta formar una cola de dragón. Los oí cuchichear alegres cuando les puse delante una palangana de latón con detergente “surf”.
Les confieso que el espectáculo no tenía nada que envidiar a las mejores competiciones olímpicas de natación. Algunos banderines hacían acrobacias, otros solo nadaban y margullaban. Acabaron limpios como los chorros del oro.
– ¿Puedes tendernos bajo la luz de la luna? -, gritaron a todos a la vez.
La fiesta acabó pero no los descolgué.
Mis banderines pasarán todo el año saludando a la gente que vive y pasea la calle.
Cada noche abro mi ventana para quedarme dormida con sus latidos.
La música que hace un banderín con la tarosada es como si miles de plumas besaran el suelo.