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Fotógrafa Yaiza Socorro

Un buchito

@loretosocorro, escritora

Durante muchos años el olor a café por las mañanas le alegraba el día antes y durante el trabajo diario en la empaquetadora de tomates.

Disfrutaba cuando metía las manos en los sacos de café que su abuela encargaba para toda la familia.  Como quien hace algo prohibido respiraba el perfume, secuestrado entre sus dedos, antes de meter las semillas en el molinillo. Y ahí dándole vueltas y vueltas inventaba rimas y canciones picantes con las que molestaba a sus hermanas. Decía que esos granos tenían el poder de la inmortalidad porque eran capaces de arrancarle al sueño minutos, horas… días. Tanto lo veneraba que su bolso estaba salpicado de granos tostados que la protegían mejor que los lazos rojos o los santiguados.

Cuando su abuela murió, Marcelina dejó de creer en el café.  Se mantenía alerta a base de agua guisada y cambió la cafeomancia por el horóscopo.

Los posos de la última taza de café de su abuela le susurraron que la anciana y ella iban a compartir momentos importantes. Esa visión de una larga vida junto a su abuela fue un engaño que no iba a perdonar al aromático sedimento. La noche en el velatorio fue larga y sirvió para romper definitivamente:  tiró a la basura todos los granos que paseaba en sus bolsillos, en su bolso, colgado junto al escote. Su corazón desequilibrado no borboteó más cafeína.  Las jóvenes manos se hicieron expertas en roces de manzanilla seca y su lengua viperina empezó a buscar poder practicando burlas. Sin el amargo café Marcelina perdió el último rescoldo de dulzura.

Cada noche al terminar su trabajo pasaba por delante del cementerio con sus amigas y hermanas.

«Chiquillas, vamos a tomar café a la nueva casa de mi abuela…»

Mientras reía confiada, el resto de las mujeres se persignaban disgustadas y con la cabeza gacha.

Ocurrió que una tarde, que Marcelina se quedó haciendo horas extras, tuvo que volver sola. La noche le cayó encima y, al pasar por el lado del cementerio, escuchó que la llamaban. Se paró y miró hacia atrás pensando que alguna de sus amigas, quizás, venía detrás pero no vio a nadie así que siguió su camino hasta que volvió a escuchar su nombre de nuevo. Era una voz familiar, el cloquío de su abuela:

«Marcelina, mi niña, ven a tomarte un buchito a la casa nueva«.

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