El suave repique de las campanas acompañaba las meriendas de verano tras un largo día de trabajar a pleno sol, juntando piedras y arrancando hierbas. Después de correr cuesta arriba y cuesta abajo con la comida para el ganado llegaba la hora de sentarse en redondo, alrededor de un lebrillo lleno de tunos, cogidos al amanecer. Pedro tenía una caña grande y bien gorda con una raja por un extremo. Dentro había metido un carozo que permanecía sujeto por la presión de dentro de la caña y por la cuerdita que lo apretaba desde fuera. Con esa rueca iba recolectando los tunos más hermosos, de uno en uno. Las más de las veces improvisaba una escobita con ramas de retama o bien con altabaca y los barría hasta que quedaban sin púas. Luego los pelaba para guardarlos en un balde dentro de la cueva más fresca. La más pequeña de las tres niñas se había adelantado y agarró un tuno blanco que sobresalía entre tantos colorados. Eran sus favoritos. A sus hermanas no les importaba porque ya estaban disfrutando también del sabor de los tunos de la ladera, mezclados con gofio de millo. Un pajarillo trinaba contestando al campanario que inundaba con su musiquilla desde el fondo del barranco.