No caminaba por oler los eucaliptos ni por escuchar trinos o sentir el aire fresco en su piel, en sus pulmones. El movimiento del agua, en una acequia cualquiera, era su fábrica de sueños.
Salir de éste mundo y volver a ser niña sintiendo el frescor en sus pies desnudos.
Hay acequias con tornas y las hay abandonadas, secas, sepultadas por varias capas de alquitrán. Ella las conoce todas.
En la cantonera, junto a su casa, un misterio que pasaba desapercibido para los ojos adultos, tenía asombradas a todas las niñas del pueblo y, como soldadas valientes, un verano de mucha agua invadieron una parte de la acequia e hicieron vigilancias organizadas, de sol a sol. A falta de medios para hacer fotografías se iban turnando para dibujar los cambios de esos peces raros, día tras día.
Entre el agua dulce de naciente habían hadas cuya magia era convertir su cola en patas, su mutismo en un croar agudo y alegre. Ranitas de San Antonio que aún hoy en día les dan suerte.
Incubadoras de sonrisas verdes que vigilan y transportan vida.