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No caminaba por oler los eucaliptos ni por escuchar trinos o sentir el aire fresco en su piel, en sus pulmones. El movimiento del agua en una acequia cualquiera era su fábrica de sueños.
Salir de éste mundo y volver a ser niña sintiendo el frescor en mis pies desnudos. Hay acequias con tornas y las hay abandonadas, secas, sepultadas por varias capas de alquitrán…pero yo las veo y hablo con ellas.
Incubadora de sonrisas verdes, vigilan y transportan vida. Muchas formas de vida que pasan desapercibidas para ojos adultos. Un misterio de vida en la cantonera nos tenía asombradas a las niñas del pueblo y, como soldadas valientes, un verano de mucha agua invadimos una parte de la acequia e hicimos vigilancias de sol a sol. A falta de medios para hacer fotografías nos íbamos turnando para dibujar los cambios de los que considerábamos peces raros, día tras día. Entre el agua dulce de naciente habían hadas cuya magia era convertir su cola en patas, su mutismo en un croar agudo y alegre. Ranitas de San Antonio que áun, hoy en día, me dan suerte.
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